04 julio 2008

Los premios literarios: un enfoque

Los premios –digámoslo de entrada– están lejos de ser una práctica neutra o inocente. No lo fueron ayer. No lo son hoy. Ninguna estructura de dominio va a recompensar nunca cualquier tipo de producción, de actividad o de conducta que representen una amenaza real a su perpetuación. Y más bien habría que preguntarse si un arte tan inocente o neutro como para ser recompensado por una sociedad como esta, no habrá abdicado –ya desde el principio– de su más genuina vocación.

Entre otras razones, porque una reflexión sobre los premios literarios puede perderse fácilmente en la pintoresca angelología medieval, si no tenemos muy a la vista el inevitable “lado oscuro” de esta práctica, su negativo exacto, a saber: los castigos.

No hay premios sin castigos.
No lo olvidemos.

Los premios son la orilla diurna de la Institución literaria capitalista: son lo visible, lo central, lo que se pregona a los cuatro vientos, esa imagen ideal en que la institución se representa y se celebra a sí misma como un regazo benefactor, como una madre ecuánime, generosa y desinteresada. Los castigos, en el extremo opuesto, son su lado nocturno, lo invisible, el margen, lo callado, lo que queda sujeto a una rigurosa “omertá”, esa realidad profundamente cruel, sucia y violenta, mediante la cual la institución/madrastra se defiende de todo aquello que la ignora, la pone en cuestión o la amenaza de un modo efectivo.

En este sentido, la historia de la literatura y del arte está repleta de testimonios dramáticos y conmovedores sobre esos artistas implacablemente castigados por los dispositivos pseudoculturales burgueses, cuando no por los tribunales de orden público o –en el caso de algún irreductible– por la vía mucho más expeditiva del pelotón de fusilamiento. De algunos de ellos tenemos noticia, pues han sufrido la ignominia de una recuperación post–mortem bajo el rótulo de “olvidados”, “heterodoxos”, “raros” o “malditos” (y hoy su dolor pasa a engrosar los balances de beneficios de las multinacionales de la edición). De muchos otros, los que recularon, los disuadidos a tiempo, los silenciados definitivamente, los que se perdieron por el camino, aquellos que acaso ensayaron formas inéditas de arte que “no se parecían” en absoluto a lo reconocido como tal por las instituciones de su tiempo, ya no tendremos conocimiento nunca.

“La astucia del diablo es convencernos de que no existe”, advirtió el clásico. Y una astucia enteramente similar le es achacable a la Institución literaria, que hasta el momento ha conseguido que permanezcan disociados, en la conciencia del medio, este haz y este envés de una de sus prácticas más características y centrales.

Sobra añadir que esta disociación y/o invisibilización, a su vez, depende por completo del recurso, también aquí, a otros mecanismos tradicionalmente ligados al ejercicio del poder. El reparto de premios por parte de la Institución , de hecho, tiene lugar siguiendo un procedimiento fuertemente ceremonial, ritualizado y periódico. Los premios se otorgan –ya está dicho– de una manera pública; y su concesión queda sujeta (al menos en apariencia) al campo de la explicación racional (el jurado, en efecto, elabora un acta en donde se argumenta el porqué de esa distinción). En la imposición de castigos, en cambio, lo que prevalece es el procedimiento inverso. Imposible determinar fuentes, nombres, responsabilidades cuando un autor es castigado, las decisiones son siempre difusas, el hecho se atribuye vagamente a una maraña de “intrigas”; y el castigo mismo –allí donde se hace efectivo– raramente parece responder a una implacable lógica institucional, sino que adopta la apariencia de lo excepcional, lo incidental, lo arbitrario, lo inexplicable incluso.

Obviamente, un cierto grado de aleatoriedad resulta indispensable para el funcionamiento de este mecanismo; pues en caso contrario el dispositivo en su conjunto se vería privado de su lubricante fundamental, a saber: la angustia. De este modo, cuando un artista resulta premiado atribuirá este logro a sus méritos, por una parte, y por otra al tupido intercambio de favores, servicios prestados y prolijísimos tejemanejes que son corrientes en la vida de la Institución. Ahora bien, todo autor sabe que a pesar del aval de este “trabajo” el resultado podría haber sido muy distinto, que nada garantiza el premio siguiente , con lo cual la tarea ha de iniciarse una vez más, en una especie de condena absurda sólo equiparable al tormento de Sísifo. Al autor castigado, por su parte, le oiremos gañir y quejarse (no protestar ), en la medida exacta en que haya acertado a reconvertir su angustia en culpa subjetiva, más o menos consciente.

El resultado de este funcionamiento salta a la vista. Y no es otro que el de una clase artística e intelectual infantilizada, dependiente y sumisa, de la que todos, por ahora, formamos parte. La angustia que el arte mismo está llamado a elaborar –la pregunta incesantemente renovada por las posibilidades de lo humano– resulta, de este modo, suplantada y falseada por una angustia neurótica: por la demanda dirigida a un Otro supuestamente omnipotente, capaz de resolver mi ser. Los escritores somos niñitos angustiados por esa mamá histérica que es la Institución literaria, una mamá que alternativamente nos seduce y nos frustra, sin más razón que su capricho. Nos desvivimos por aplacar a un hada que puede a cada instante convertirse en bruja. E intentamos, a fuerza de obediencia, que la bruja se convierta en hada, y nos revele finamente quiénes somos, cuánto valemos, y nos diga que nos quiere mucho y nos lleve a Disneyland–Paris.

Castigos y premios, pues, son las dos caras –luminosa y oscura, dura y “blanda”– de una misma estrategia de doma y sumisión, de una misma violencia. ¿Sería posible relativizar esto? Siempre es posible relativizarlo todo, qué duda cabe... Pero la oligarquía capitalista de hoy –la misma clase que ha convertido el arte en Industria Cultural– no se hace muchas cábalas con este tipo de cuestiones. Más bien se atiene (por mucho que afinemos en los análisis) a una añeja pedagogía social de palo y zanahoria.

Defender –como se hace cada cierto tiempo– que los premios sean limpios, ecuánimes y justos, equivale a abogar, se quiera o no, por que los correspondientes castigos sean merecidos, racionales y proporcionados. En un caso o en otro, lo que se da por sentado es la noción de un arte heterónomo y siervo: un arte llamado a perderse de sí, y a plegarse a las estructuras y a las prácticas de poder vigentes en esta sociedad.

Ángel Zapata

A los poetas locales

La poesía estimula en nosotros sentimientos artificiales;
nos hace insensibles a los verdaderos.
Coleridge

El poeta es un ser modesto que jamás dice ser Dios pero hace todo lo posible para que lo confundan con El.
El rey

Los Estridentes Promotores Cualturales de Tehuacán